No vomitaba conejos. Ya no, el último había eruptado hacía ya cinco años. Pero el departament del Pasaje Málaga poseía aún aquel orden caótico, al cual yo no debía tocar. Yo no sé por qué volví, André, evité hacerlo durante cinco años, pero fue inevitable, quizás en el fonde creía que todos los 10 conejitos que dejé se habían muerto. Pero una vez atravezado el umbral de la puerta, uno se asomó por detrás de la maceta donde antes habían hortensias, mirándome fijamente con los mismos ojitos, negros y brillantes. El pequeño olía algo en el aire, como dudando si mostrarse o no. Resolvió quedarse detrás de la maceta, supongo que desarrolló un apego por los cadáveres de flores. No lo volví a ver hasta una semana después, con uno de sus hermanos.
Al inicio, creía que yo era el protagonista de esta historia, agobiado su orden, André, la manera en la que usted dispone, y mi estrés se traducía por medio de conejitos. Hoy volví a verme en el protagonista, no por la opresión ejercida for un orden físico externo, no por los conejitos como manifestación de un desequilibrio o una perturbación del espíritu, sino por que me pareció ver el origen de la molestia eterna desde las primeras páginas. Es por las valijas.
El protagonista es acechado por la sombra de las valijas, las cuales se cierran como un látigo detrás de él. Son símbolo del despojo de su hojas y de su condición perenne de visitante sin puerto. He ahí la importancia de un chez soi. Un hogar no es de donde provenimos, sino a dónde vamos, donde uno puede encontrar reposo en la propia intimidad, aquellas pequeñas acciones cotidianas que ritman con « un día en casa », un lugar que es una extensión de uno mismo como lo sería la caparazón de una tortuga, que no puede vivir sin ella.
Obviamente, el protagonista está en la búsqueda permanente de un lugar al que pueda llamar hogar, y de un lugar en el sentido geográfico, un refugio de la vida que lo acecha. No reclama más, y creo que si incluso fuere un armario suficientemente grande que se le hubiere sido dejado vivir adentro, habría sido suficiente.
Cuando era pequeña, había un armario integrado en nuestro dormitorio. En esa época todavía no teníamos tanta ropa para colgar, así que había un volumen de setenta por ciento diez por ciento cincuenta centímetros para instalar ahí nuestro cuartel. Era nuestro refugio de nuestros padres. Afuera se encontraba un mundo sitiado, en nuestro armario, todos los juegos imaginables por un niño tenían lugar: dibujos y discusiones con los peluches. Durante los años que crecieron, la familia y nosotras, crecimos y el armario se llenó de viejos vestidos, libros, abrigos y demases. No volví a conocer la sensación de un espacio propio hasta que pude vivir en un dormitorio de una pensión universitaria, una década más tarde, y luego aún, cuando comencé a vivir en mi propio piso en Francia.
Mi hogar no es un país ni un barrio, son simplemente 25 metros cuadrados agradables que responden a los estándares de vida decente en Francia. Son veinticinco metros cuadrados bajo mi responsabilidad, que determinan mi domicilio, a los cuales accedo gracias a una llave en mi poder y que me proveen de casi todo lo que necesite en un día cualquiera. Mi hogar son 25 metros cuadrados en La Rochelle que me hacen sonreír cuando pienso que en unas horas volveré a casa, porque una vez que introduzca la lleve y me despoje de mis zapatos y de mi abrigo, la carrera desenfrenada se detiene, y hago pausa, tiempo, cambio y fuera.
Estos conejitos me perseguían en Lima. No tenía dónde botarlos, ni dejarlos al menos. Yo tampoco quería venir al departamento del Pasaje Málaga. Y por eso, me fui antes, antes de que estos conejitos maduraran y aquellos que desafortunadamente eclosionaron, los dejé ahí, para que mueran lentamente.
Me fui, pero mis valijas siguen aquí, conmigo, entrabiertas. A veces veo un par de orejas sobresalir de entre los gorros, las remeras, los pantalones. Y me dijo, puta madre, este conejo pasó la aduana.